martes, julio 2, 2024
OpiniónSociedad

Los adolescentes que no saben leer ni escribir y dejan la escuela

Sol Samurio tomó una lapicera negra y su mano quedó suspendida sobre la hoja. La consigna pedía escribir tres palabras: su nombre, otro que empiece con M y un día de la semana. No pudo completar ninguna. Después, le dictaron cuatro palabras: cable, juguete, creatividad, alegría. Ella anotó: “cavle” y “alenia”. Nada más. Era el 2 de agosto de 2022, tenía casi 18 años y prácticamente no sabía leer ni escribir. Hoy, sentada en el banco de un comedor comunitario del asentamiento de La Bianca, en Concordia, Entre Ríos, Sol, de 19, cuenta que fue a la escuela hasta primer año del secundario y que dejó a los 16, después de repetir varias veces. A su infancia, la aprieta en un puñado de frases. Un padre que los echó de la casa. La crianza con su mamá y seis hermanos. El bullying en el aula porque usaba anteojos, porque no aprendía a leer, porque en vez de la chomba y el pantalón de la escuela, que su mamá no podía comprar, usaba ropa que le quedaba demasiado grande. Mientras su mamá pasaba todo el día trabajando, a Sol las horas se les escurrían ocupándose de la casa y sus hermanos. Que el trapo de piso, que llevarlos a la escuela, que la comida, que los mocos de los más chiquitos. A todo eso, lo cubría una oscuridad tan densa que aún hoy le nubla la mirada: la de las violencias. “Pasé muchas cosas que mi mamá no sabía y todavía no sabe”, dice. Después hablará del embarazo a los 12 años, del “hombre mayor” que se fugó cuando hicieron la denuncia, de los meses que pasó internada en el hospital, del regreso a la escuela y otra vez lo mismo: el bullying, la vergüenza cuando le pedían leer en voz alta, el quedarse con los ojos clavados en la hoja durante los dictados. “Los otros escribían y yo no podía hacer nada. ¿Cómo iba a aprender, si no sabía ni leer?”, pregunta. Con los años, vendría lo demás. El ir a hacer las compras al súper y no poder leer las ofertas; el rogar que el kioskero le devolviera el vuelto correcto, ya que tampoco podía hacer cuentas simples; el miedo de pasarse con el colectivo y no saber volver a casa porque los nombres de las calles le parecían jeroglíficos; el tener que pedirle a alguien que le leyera los mensajes de texto en el celular; la falta de oportunidades, “porque hasta para pasar un trapo te piden el secundario completo”. Su historia retrata el drama invisible detrás de los cientos de niñas, niños y adolescentes de la Argentina que a edades avanzadas y aunque estén yendo a la escuela, no saben leer ni escribir. Son infancias con varios puntos en común: la pobreza y la indigencia; los hogares hacinados, sin espacio para estudiar y con adultos que no terminaron la escuela; las violencias; la dificultad para llegar al colegio los días de lluvia porque no alcanza para el colectivo y hay que cuidar el único par de zapatillas; la salida temprana a trabajar; el hambre que hace crujir la panza en el aula y se exterioriza en una pregunta repetida: “¿Seño, cuánto falta para comer?”.

foto AML
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Una niña camina por las calles embarradas de Benito Legerén, un asentamiento en la periferia de Concordia. Felicitas Silva, cofundadora de Volando Alto, abraza a un grupo de chicos que llegan al centro de desarrollo de oportunidades que la asociación civil tiene en La Bianca. En ese barrio, una niña pasa frente al comedor donde funcionan los talleres de alfabetización, iniciación matemática y tecnología.

“Cuando las necesidades son tantas, la educación pasa a un segundo plano”, resume Felicitas Silvia, maestra de grado y cofundadora de Volando Alto, una asociación civil que busca dar oportunidades a través de la educación y trabaja en dos asentamientos de Concordia. Ella palpa a diario el impacto que les provoca a los chicos no saber leer ni escribir: en lo emocional, carcome su autoestima y alimenta la barrera del “no puedo”; en sus trayectorias educativas, empuja a muchos a abandonar la escuela; en sus perspectivas de inserción laboral, cierra puertas. El trasfondo de la problemática es muy complejo: “Llegué a Concordia hace tres años y vi que son chicos que no tienen sueños, que no pueden pensar en el futuro. ¿Qué nos queda como país si esto no cambia?”, pregunta Felicitas, que está especializada en alfabetización inicial, y sigue: “Que tengamos generaciones y generaciones de familias que no saben leer y escribir es una problemática gravísima que no podemos seguir callando”. Además, exige ser mirada en perspectiva. En la Argentina, el 45,2% de los chicos de entre 13 y 17 años que viven en la indigencia y el 32,9% de los que están bajo la línea de la pobreza, no van a la escuela o lo hacen con sobreedad, de acuerdo a un informe que el Barómetro de la Deuda Social de la Infancia de la UCA elaboró para LA NACION. Por otro lado, solo 13 de cada 100 estudiantes llegan al último año de la secundaria en el tiempo esperado (sin repetir ni abandonar) y con conocimientos satisfactorios de lengua y matemática. En Entre Ríos, el número desciende a 10 de cada 100, según un informe del Observatorio de Argentinos por la Educación. Concordia, además, es el segundo conglomerado más pobre del país detrás de Resistencia. En esta ciudad entrerriana la pobreza alcanza al 69,2% de las niñeces, según el Indec. Allí, Felicitas se topó con casos como el de Sol; el de Natalia, que a los 14 años solo podía escribir su nombre y el de su mamá; o el de Franco, que había dejado la escuela a los 15 y recién pudo leer su primer libro este año, con 18. “La situación es crítica”, admite Francisco Azcué, quien asumió la intendencia de Concordia en diciembre. “Estamos trabajando con el gobierno de la provincia en varias acciones territoriales. No escondemos el problema, al contrario, lo queremos poner sobre la mesa para que sea el punto de partida para transformarlo”, asegura y explica que el reto se extiende principalmente en el noroeste de Concordia, la zona que más creció en los últimos años y la que presenta los mayores índices de pobreza. En cuanto a la situación a nivel país, María Cortelezzi, subsecretaria de Información y Evaluación Educativa de la Nación, asegura que se trata de una problemática “prioritaria” entre los ejes de la gestión actual. “No tenemos un dato oficial sobre cuántos chicos que están escolarizados no saben leer o escribir, pero sí los datos de pruebas recientes, como las Aprender 2023, que nos acercan un diagnóstico sobre los aprendizajes en áreas troncales como lengua y matemática. Sabemos, por ejemplo, que el 11,9% de los estudiantes de 6° grado están por debajo del nivel básico de comprensión lectora. Es un porcentaje que en los últimos dos años se incrementó”. La funcionaria explica que en mayo, el Consejo Federal de Educación acordó evaluar el nivel de alfabetización en estudiantes de tercer grado de todas las provincias. “La prueba piloto será en agosto y en noviembre, la definitiva. También se aprobó la resolución del Plan Nacional de Alfabetización, que permitirá desarrollar lineamientos de políticas para abordar esta problemática”, detallay reconoce que “la deuda más grande es con los chicos del nivel socioeconómico bajo”.

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Solange “Sol” Samurio muestra orgullosa el diploma que le entregaron en Volando Alto al finalizar el primer ciclo del taller de alfabetización. La adolescente se sumó con 18 años, sin poder reconocer el sonido ni el nombre de las letras. En apenas cinco meses, su progreso fue enorme.

Sin sueños
Martín tiene 12 años y va a 6° grado. De lunes a viernes vive con su abuela, Mabel, en el asentamiento de La Bianca, a 14 kilómetros del centro de Concordia. Él y dos de sus hermanas, Ángela (9) y Débora (7), pasan la semana allí en lugar de con su mamá, Flavia, para poder ir caminando a la escuela, que queda a 10 cuadras. De otra forma, les resultaría imposible llegar: no pueden pagar el boleto de colectivo, que sale 600 pesos para los adultos, desciende a 240 para los estudiantes de primaria y a 300 para los de secundaria. Esa mañana, las calles de tierra de La Bianca son un barrial en el que se encajan autos y motos. La lluvia picotea el techo de chapa de la casa de Mabel, un solo espacio en el que conviven siete personas. Sentado sobre una de las camas, Martín muestra su carpeta. Tres años atrás, no conocía el nombre de las letras ni sus sonidos. Solo podía escribir su nombre y otras palabras sencillas, copiándolas del pizarrón. Gracias al acompañamiento que recibe en Volando Alto, pudo avanzar mucho, pero la vergüenza todavía le pesa como un elefante si la maestra le pide leer en voz alta. Si se le pregunta con qué sueña para el futuro, el silencio es ensordecedor. Como respuesta, mira el piso y se encoge de hombros. La mamá de Martín se llama Flavia Blanco (30) y contará después que a veces su hijo le dice que le gustaría ser veterinario. Ella vive en La Arrocera, otro asentamiento donde las viviendas tienen piso de tierra, están construidas con madera de eucaliptus (que abunda en la zona) y carecen de acceso a servicios como agua corriente o cloaca. La casa la comparte con Luciano Pietravallo (23), su pareja, y tres de sus hijos, Guadalupe (15), Aylín (6) y Tiziano (4). Actualmente, las chicas no están escolarizadas porque no consiguieron vacante en la escuela del barrio. Sobre el impacto que esto produce en las infancias, Florencia Martínez, cofundadora de Volando Alto, detalla: “Cuando un chico no consigue vacante tal vez está meses, un año o dos desescolarizado, y eso hace que se atrase un montón en sus conocimientos. Además, hay que ponerse en el lugar del niño, que ve que todos sus compañeros leen, escriben y multiplican y él no. Ahí empieza un círculo de vergüenza y frustración, de no querer leer, de no querer ir a la escuela para no quedar expuestos”. A Flavia le preocupa sobre todo Guadalupe, su hija mayor. Ella sabe lo que es tener que dejar la escuela. Se crió junto a su madre, su padrastro y ocho hermanos, y fue solo hasta primer grado. “Repetí tres veces y después no fui más”, cuenta. −¿Por qué?
-Porque mi mamá y mi padrastro trabajaban. Y tenía que cuidar a mis hermanos y hacer los deberes de la casa, limpiar y esas cosas. Aprendió a leer y escribir sola, con un diario, cuando tenía 10 años. A los 15 fue mamá por primera vez y el sueño de volver a estudiar se fue diluyendo. Hoy aspira a que sus hijos puedan terminar el colegio “para que no estén trabajando en la quinta”. A su lado, Luciano, que trabaja en una cosecha de cítricos, como muchas de las familias del lugar, asiente. Él fue a la escuela hasta 7° grado y dejó para ayudar a su papá, que había quedado viudo, haciendo ladrillos. Quiere que los hijos de Flavia puedan tener “lo que siempre soñaron: su espejo, su cama, su pieza y muchas cosas más”. Para todo eso, dice, tienen que terminar la escuela, “tener un diploma, ser alguien”.

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Un hombre y una adolescente atraviesan en carro el sector conocido como Pampa Soler, en La Bianca. Cada vez que llueve, las calles se vuelven un barrial y los chicos tienen dificultades para llegar a la escuela. Felicitas junto a un grupo de niños en el espacio que Volando Alto alquila en ese mismo barrio. Martín (12), dos de sus hermanas, Felicitas y Natalia (16) caminan por las calles de La Bianca. Angela (9) y Débora (7), hermanas de Martín, en la casa de su abuela Mabel.

Llueva o truene
Natalia (16) está en 3° año del secundario. Es hija de Mabel Romero (55), quien les machaca que no pueden faltar a la escuela, “llueva o truene”. “Le digo que tiene que estudiar para poder salir adelante porque si no estudia, va a tener que hacer trabajos muy duros, como hice yo”, sostiene Mabel, que trabajó siempre en casas de familia y en quintas. Esa mañana de tormenta, Natalia fue a la escuela pero volvió a los pocos minutos, empapada, tras encontrarse con que solo había asistido un compañero y las clases se habían suspendido. “Pasa mucho. A eso hay que sumarle cuando hay paro docente o de colectivos”, se lamenta Mabel. Natalia llegó a Volando Alto con 14 años. Dice que se sumó porque le iba mal “en casi todas las materias”. Solo podía escribir dos palabras: su nombre y el de su mamá. Al principio tenía “mucha vergüenza”, porque era una de las más grandes del taller de alfabetización. En cinco meses su progreso fue enorme. −¿Qué te ayudó a evolucionar tanto?
-Aprender con el apoyo de las seños. −¿Pensás en el futuro, en qué te gustaría hacer cuando termines la escuela?
−No mucho. Pero después de un rato, cuenta que los fines de semana va a una escuelita de la Policía de la que participan jóvenes interesados en sumarse a la fuerza cuando cumplan los 18 años. Quizás, dice, de grande podría hacer eso.

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Felicitas junto a un grupo de voluntarias de Volando Alto y de niños que asisten al taller en La Bianca. Una niña camina por el sector conocido como “Las Tablitas”, en Benito Legerén, donde la mayoría de las casas son de madera de eucaliptus. Una mujer frente a la ventana de una panadería en La Bianca. Felicitas y Florencia hamacan a dos de los niños que participan de sus talleres.

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Repitencia y abandono
Benito Legerén es uno de los 16 barrios del noroeste de Concordia que fueron relevados por la municipalidad como un primer paso para trabajar la crisis educativa: es el que presenta los peores índices de secundario incompleto y ocupa el quinto lugar en lo que se refiere al abandono en la primaria. Al centro de Volando Alto en ese asentamiento, asisten 115 chicos. Trabajan la lectoescritura, la iniciación matemática y el uso de las nuevas tecnologías. Empiezan a llegar a las 18 y entre ellos está Abigail, una niña de 12. Esa tarde es su primera vez. Va a 5° grado y cuando le dictan las palabras “sapo”, “luna”, “tomate” y “oso”, solo puede escribir “cao”, “ua”, “a” y “o”. Felicitas la abraza y le dice que está muy contenta que se haya sumado, a lo que la niña responde con una sonrisa tímida. Muchos de los chicos que acompañan repitieron más de una vez. Todos, pertenecen a familias atravesadas por la pobreza multigeneracional. “Por momentos es difícil acompañar frente a una realidad tan compleja. Intentamos siempre que la herramienta sea ponerle el corazón, pero hay soluciones que no se brindan solo con amor. Un barrio donde no puede entrar una ambulancia, es un barrio que está olvidado”, reflexiona Felicitas. Es una realidad que los docentes de escuelas también ven a diario. Como Etel Godoy, vicedirectora del turno mañana de la primaria N°5, que recibe a chicos de varios asentamientos. “Tenemos niños que están en el aula, con la seño trabajando en el proceso de alfabetización, pero ellos están pensando: ‘Tengo hambre’. Se hace difícil poder hacer nuestra tarea frente a esta realidad”, se lamenta. Lo que ocurre en Concordia es apenas una muestra de una realidad que se extiende en distintos puntos del país. Ianina Tuñon, socióloga e investigadora a cargo del Barómetro Social de la Infancia de la UCA, explica que “la calidad en los procesos de alfabetización” es una problemática compartida por la mayoría de los centros urbanos y semirurales, que se refleja en los resultados de pruebas educativas como Pisa y Aprender. “Estas dan cuenta de que estamos lejos de tener los estándares adecuados de lectoescritura, comprensión de textos y cálculos matemáticos simples”, reflexiona Tuñon. Aquí, la desigualdad juega un rol central, ya que esta situación, si bien es transversal a los distintos estratos sociales, “afecta más a los chicos en condiciones de pobreza”. Valentina tiene 14 años, va a segundo año del secundario y vive con su papá y nueve hermanos en La Bianca. Se sumó al espacio que Volando Alto tiene en ese barrio a finales del año pasado, porque tenía muchas dificultades para hacer cuentas simples. “Me recuesta, ¿viste? Ahora no mucho, pero antes sí. Creo que por esa materia repetí segundo año”, cuenta. En su casa, Valentina ayuda en todo lo que puede. “Mi papá hace changas, pero con tal de darnos de comer hace lo que puede: corta el pasto, pinta, limpia, de todo”, detalla. −¿Les insiste mucho para que estudien?
-Sí, dice que nosotros tenemos que tener un futuro, que no tenemos que depender de nadie. −¿Tu papá pudo ir a la escuela?
-No mucho. −Y a vos, ¿por qué te parece importante estudiar?
-Para ser alguien en la vida y demostrarle a las otras personas que sí pude. De grande, a Valentina le gustaría ser profesora de biología. Un sueño más cercano es que su familia pueda terminar el baño: hoy, es un cubículo levantado con maderas afuera de la casa, sin acceso a cloaca. “Es re feo: no tenemos luz y te da miedo ir a la noche”, cuenta.

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Las manos de un niño que dibuja en el centro de desarrollo de oportunidades de Volando Alto en Benito Legerén. En total, a ese espacio y al de La Bianca, asisten 180 chicos y chicas.
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“Dale, vos podés”
Volviendo a Sol, cinco meses después de llegar a Volando Alto volvieron a tomarle la misma evaluación que el primer día. En esa segunda oportunidad, ya podía escribir palabras como “gato”, “pera”, “feliz” y “casa”, y frases como “Pablo se probó una blusa nueva”. También hacer cuentas simples dibujando palitos, como 16 menos 2. Ahora le gustaría volver al secundario y terminarlo. Después, quisiera estudiar repostería y tener un emprendimiento: “Pero para eso tengo que saber leer muy bien las recetas”. A su lado, Felicitas la arenga: “Tenés que ser constante”. −Sol, ¿cómo te sentís cuando ves todo lo que lograste?
-Bien, porque mejoré bastante. −¿Por qué pensás que en tan pocos meses avanzaste tanto?
−Porque me empeñé en aprender. Todos me decían que era una alfabeta, pero en cambio Feli y Flor me escuchaban, me prestaban el oído, y cuando estaba bajoneada, sin ánimo, me decían: “Dale, vos podés”. Y pude.

Cómo colaborar:
Volando Alto:
●Para colaborar, se puede apadrinar a niños, niñas y adolescentes que asisten a sus centros de La Bianca y Benito Legerén. Les dan una merienda, útiles, clases de alfabetización, de apoyo escolar y alfabetización digital. Para más información, se puede entrar al sitio, visitar el Instagram o escribirle a Florencia al +549-11-3199-7219 o al Whatsapp de la institución al 3455022213. Además, reciben aportes por Mercado Pago (ALIAS: volandoalto.ong) o en la cuenta del Banco BBVA 068-323503/2, CBU:0170068820000032350328, ALIAS: volandoalto.ong.bbva.

Fuente: https://www.lanacion.com.ar/comunidad/hambre-de-futuro/el-drama-de-los-adolescentes-que-no-aprendieron-a-leer-y-dejan-la-escuela-por-verguenza-nid08062024/#/

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